Estos sitios antiguos obedecen a otros requerimientos de una vida mucho más en contacto con la naturaleza que la de la vida moderna. Siempre es sorprendente la sabiduría con la que han sido elegidos para los centros de culto y las concentraciones humanas, son sitios que tocan algo en el corazón por la belleza que los rodea. Son, como dicen, lugares mágicos en los que para sentir la magia se tiene que estar ahí, las imágenes de las fotografías o los videos no la pueden comunicar; tiene algo que ver con la luz, con el aroma, con una emoción que se transmite desde el pasado. Cada plato oaxaqueño encierra muchas horas de trabajo frente a los fogones. Los tamales, por ejemplo, exigen lavar, asar, remojar las hojas del envoltorio, tostar y moler los chiles, cocer, descabezar y martajar el maíz, guisar el relleno, embarrar, rellenar, preparar el recipiente para su cocimiento, doblar, atar, acomodar, cocer y, finalmente, servir. El escritor Italo Calvino sólo se explica los lujos de la cocina oaxaqueña atribuyendo a las monjas de los conventos coloniales la paternidad de tan complicadas recetas. "Vidas enteras --escribe Calvino en Bajo el Sol Jaguar-- dedicadas a la búsqueda de nuevas mezcolanzas de ingredientes y variaciones de dosis, a la atenta paciencia combinatoria, a la transmisión de un saber minucioso y puntual". Huéspedes de una arquitectura sagrada, especializada en sensaciones excesivas y desbordantes, mujeres refinadas, encerradas, con necesidades de absoluto, sólo tenían que diseñar las recetas dictadas por las posibilidades de los mercados y su fantasía, mientras que un ejército de sirvientas trabajaba en su ejecución. "La quemadura --imagina Calvino-- de las más de cien variedades indígenas de pimientos sabiamente escogidos para cada plato, abría las perspectivas de un éxtasis flamígero".