Cortés amaba los mercados oaxaqueños, cuyo origen quizá se encuentre junto con el de la primera cosecha, el primer afán. El espacio principal de Monte Albán es una plaza, un asiento de mercado. Los españoles levantaron la Ciudad de Oaxaca sobre un eje en el que se organizaban el poder público, el poder religioso y los mercados. Comprar, vender, cambiar y, sobre todo, comulgar.  Los templos coloniales tuvieron que competir, de un lado, con la explosión de vida de los mercados, y, de otro, con una naturaleza exuberante, cuyos colores y formas no eran imaginables en la sobria España. Los templos debían ser más altos que los sabinares, más grandes que los mercados, más ricos que la mejor de las minas. Y así son. Tal fue su locura. En 1546, Gonzalo de las Casas, pariente lejano de Cortés, hizo venir de España a Francisco Becerra Trujillo, autor del primer proyecto de El Escorial, para que dirigiera las obras de la iglesia de Yanhuitlán. Seis mil indios trabajaron sin descanso durante veinticinco años en esta construcción, de prodigiosa factura, rematada con magníficos artesonados de inspiración árabe; dirección española y elaboración indígena.  La repostería de Oaxaca es también muy barroca y su preparación exige tiempo, fantasía y dedicación. Hay tortitas, turrones, tortillas de huevo, nieves nacidas de la antigua costumbre de traer el granizo de la sierra, cuando no existía el hielo, paletas de frutas, semillas dulces, néctares helados, y quesillo, un queso exquisito anudado en tiras. El café es excepcional y podría competir, con un poco de promoción, con los mejores del mundo, por calidad, gusto y aroma. Su rival, a media tarde, es el chocolate, que embrujó a los españoles.