Un nativo sujeta una serpiente en uno de los bosques primarios de la selva amazónica. Ya sean enormes anacondas o boas gigantes, las historias sobre la existencia de serpientes gigantes en el inmenso «infierno verde» de la cuenca del Amazonas vienen repitiéndose desde poco después de la llegada de los conquistadores y exploradores españoles y portugueses, pero hubo que esperar hasta el siglo XX para que se realizasen las primeras recopilaciones rigurosas de los encuentros con estas bestias. A finales de los años cuarenta, el director del zoológico de Hamburgo, Lorenz Hagenbeck, fue el primero que estudió a fondo este misterio, al conocer los extraordinarios encuentros que tuvo el sacerdote Victor Heinz mientras recorría el río Amazonas en una canoa. El primero de ellos tuvo lugar el 22 de mayo de 1922, cerca de una población llamada Obidos, cuando a sólo treinta metros de distancia vio una enorme serpiente que se dejaba llevar por la corriente. La tripulación dejó de remar, temblando de miedo ante las enormes dimensiones del animal: unos veinticinco metros de longitud y un grosor recuperaron el habla, me dijeron, asustados aún, que aquella serpiente nos hubiera aplastado como a una vulgar caja de cerillas a no ser por la feliz coincidencia de que en esos momentos se encontraba haciendo plácidamente la pesada digestión de algún buen banquete de peces». Unos años después, el 29 de octubre de 1929, el religioso se topó de nuevo con otra serpiente gigante en el mismo río. Era cerca de medianoche cuando vio que sus remeros, aterrorizados, bogaban hacia la orilla gritando que había un enorme animal. «En ese momento vi que se removían las aguas como si estuviese pasando a nuestro lado un enorme barco de vapor y observé, a unos metros por encima del agua, dos luces verde azuladas parecidas a las luces de posición de un barco fluvial». Cuando intentó tranquilizar a sus hombres diciéndoles que se trataba de un buque y que apartasen la canoa de su trayectoria, éstos le respondieron que se trataba de una serpiente gigante.