Es precisamente en el Café Lotus cuando, al ver a un joven haciendo garabatos en una hoja en blanco, te viene a la memoria la casa del dalí balinés, Antonio Blanco, un español que llegó a la isla en los años 50. Se enamoró (cosa normal) no sólo de la isla sino de una bella balinesa que hacía sus pinitos en el grupo de danzas tradicionales de Ubud. Así, construyó un gran palacete, propio de un surrealista artista en demasía inspirado. Allí comenzó a eternizar en sus lienzos los cuerpos desnudos de hombres y mujeres de la isla. Hoy, la visita a su casa es casi una obligación, aunque sea sólo para confirmarte que del arte aquí sí se vive. El Museo de Antonio Blanco o el Neka Art Museum —el principal de Bali— son algunos de los muchos que hay en Ubud, consiguiendo con ello mantener su status de ciudad bohemia. Hoy en lo alrededores de Ubud, en esas expansiones de selva en las que habitan traviesos macacos y cientos de aves, han construido lujosísimos resorts, que parecen haber sido arrancados del mejor de los sueños. Pero la ciudad mantiene la esencia de lo que es y no la pierde. El día acaba en el palacio real Puri Saren, hermosísima edificación de 1890 en la que todos los días a las siete y media de la tarde, el grupo de danzas tradicionales de Bali despliega sus conocimientos musicales y corporales para descubrir a cientos de turistas las leyendas de la isla.