Un tejedor elaborar típicas alfombras etíopes en la ciudad de Lalibela. Es difícil encontrar un etíope que no haya peregrinado a Lalibela o, al menos, que no refleje en su rostro sentimientos mezclados de alegría, orgullo y devoción cuando alguien le menciona el nombre del lugar más sagrado de Etiopía. También es difícil encontrar otro sitio donde la profundidad de la fe sea tan evidente como en esta antigua capital del país, donde se hallan algunas de las más extraordinarias iglesias que ha conocido el mundo. Me refiero a los numerosos templos excavados en roca viva, que, en su conjunto, forman parte hoy del gran Patrimonio de la Humanidad. Una de las cosas que más impresiona al viajero que llega por primera vez a la moderna Etiopía es la devoción religiosa que impregna -como el agua, casi sin notarse- todo su tejido social. No olvidemos que este país fue el primer estado cristiano del mundo, tras Armenia, y que sigue inquebrantablemente el rito ortodoxo desde el siglo IV. Aunque no sería hasta el siglo XII, cuando el emperador de la antigua Roha, Lalibela, un ferviente cristiano a quien, según la leyenda, el mismo Dios se le apareció en varias ocasiones, emprendiera este colosal proyecto, que se completaría en sólo doce años.