Un niño reza en una de las iglesias de Lalibela. En el siglo XII, el príncipe Lalibela hizo construir al norte del actual territorio etíope una docena de iglesias excavadas en piedra. Todas ellas, comunicadas por pasadizos subterráneos que horadan las rocas volcánicas de la reseca y aisladísima población que hoy lleva el nombre del monarca, se erigen como un milagro inesperado y fabuloso del cristianismo en esta ignota esquina del continente africano. Efectivamente, las brumosas montañas del centro de Etiopía esconden un gran secreto. Sus pueblos, a casi 3000 metros de altura, resultan poco accesibles en temporada de lluvias y resecos el resto del año. Ello, claro, ha contribuido a su aislamiento durante siglos. Por eso cuesta de creer lo que ven nuestros ojos cuando el suelo se hunde de pronto, cincelado por manos hábiles, y aparecen las líneas de un templo en forma de cruz.