Una de las maneras de realizar un safari acuático es hacerlo en unas barcas llamadas mokoros, las canoas tradicionales que utilizan los habitantes del delta, y llegar con ellas a alguna de las islas con tierra firme para pasar allí la noche entre ruidos de hipopótamos y de hienas, al cobijo de una hoguera y bajo el cielo estrellado más bello y diáfano que puedas imaginar. Todo bien regado con amarula, una especie de licor de café que se hace con el fruto de un árbol de la selva y con el que hasta los elefantes se ponen felices de vez en cuando.  De allí partimos directos a uno de esos lugares que un viajero tiene siempre como pendiente, el delta del Okavango. Un extraño río que nace de las entrañas del Kalahari, para empaparlo todo de vida y perderse de nuevo entre la sequedad de África. Es complicado describir un sitio que se recorre en mocoros (una especie de canoas), atravesando papiros, lirios y cañizales y con una sorprendente vida salvaje camuflada en el entorno (es difícil, al menos, transmitir las sensaciones). Tumbados en aquellas barcas, empujadas por un “puller” que maneja el mocoro con un largo palo de madera que sumerge en las poco profundas aguas que ahogan el desierto, la vida parece algo sencillo. Ellos beben el agua del manantial, pescan peces con red, duermen bajo el rastro de una candela en medio de una isla deshabitada. Y allí estás tu, contemplando como unas decenas de hipopótamos nos recuerdan que aquellas son sus tierras, escuchando sus voces retumbar entre la maleza, siguiendo la huella de alguno de los elefantes que hemos visto en las laderas y (algo personal) pensando que un pequeño bar en la zona para quedarse tomando una copa sería el colofón a un día perfecto (es para lapidarme, lo sé). Es el defecto que tenemos algunos enamorados de esta cosa de perdernos por el mundo, que si pudiéramos llevaríamos una bodega en la maleta para beberla en sorbos solitarios. Hay multitud de imágenes inolvidables de aquellos dos días: un atardecer en primera línea de Delta con la luz vacilándonos a su antojo; un poco de agua sobre mi cabeza debido a que mi mocorista estaba ya algo cascado, incapaz de seguir el ritmo de los más jóvenes, y acabó remando para avanzar por palmos… Pero sobre todo hay un baño de los que puntúan (mensaje para mi amigo Juancho) en medio del río. Los pullers nos preguntaron cuántos queríamos bañarnos. En pocos minutos varios del grupo nos sumergíamos en las aguas cristalinas del Okavango, en medio de una corriente que parecía dormida pero que arrastraba dirección Angola, con la sensación de empaparnos el culo en medio del paraíso y rodeados de animales invisibles. Luego uno se seca al sol, sin casi ya usar los ojos, entendiendo como normal que a cien metros un grupo de elefantes mire la escena con desgana.